martes, 9 de julio de 2019

Marcas

Hay un cigarro azul
boqueando en una mesa,
mientras sus ojos blancos
velados por el fuego
están clavados en la carne paralela
que se acerca a la puerta.
El neón muerde tus cejas
y el hombre del acordeón se detiene.

Una danza de sables te ilumina.
Reconoces las grietas
en la facies desterrada por el humo,
por los años.
Se ha roto un espejo:
rechinan los pedazos en el suelo
jugando con tu pena.

La cera de la vela,
clepsidra en lentejuelas,
quiere decirte "vuelve".
La foto de tu niño
tiene restos de sangre y de carmín
mojado y de virutas
de piel y de satén y de tristeza.
Pero tu cofre es sagrado.
¡Sí, tu cofre
pequeño de madera!
Tu aliento en la tortura, tu esperanza.

El toque del acero,
el longitudinal, maldito tiento de la llave
entre los engranajes de tu cuerpo
como la hiriente escarcha
que roza el interior como se
puede acariciar el cristal roto.
La sangre
y el grito y el centrípeto sajar
de la uña en el muslo
no tienen ya importancia.
Te sabes
el orden de llegada
de todas las astillas de las tablas.
(Las arterias del alma brotan rosas
al borde del camastro, y algunas
cicatrices
son ya para el recuerdo.)

Y la bombilla-péndulo
como un vulgar metrónomo la sala ha recorrido
mientras tú estás sufriendo
y las moscas ocupan el exacto lugar
donde habitó la lujuria.

La foto de tu hijo
va a estar exactamente en su sitio,
¡oh sí, en el mismo sitio,
burbuja de piedad que salvará mi trueno!
Cuando se abra la puerta
y el viejo acordeonista recoja su gorra
(sus manos y tus labios empañados y sangrientos)
la luz se filtrará por el estor
hasta que el prisma avance por todas las botellas
y cesará la espada
y todo el suelo temblará en silencio.
Romperás los tacones de un suspiro
la pira de ginebra
para romper el sol
y todos los cristales lucirán como el caleidoscopio de tu niño,
el que siempre te espera,
el que nunca ha tanteado las paredes
de un cofre de madera
que tal vez lo ha salvado del abismo.