sábado, 29 de junio de 2013

Memoria de prácticas

Dedicado a los nuevos compañeros y amigos del Doce de Octubre y otros hospitales,
y a mis eternos compañeros de viaje, con cariño.



Madrugada de timbres en la tercera.
Lamentos en guardia que no cesan
en la tierra blanca de las habitaciones.

En la dieciocho,
varón, sesenta y tantos,
la tos oculta el quejido de las puertas.
Las albas comitivas
se aproximan en torno al yacimiento
mirando desde arriba
las constantes dibujadas en los yermos monitores.

Galones de galenos
encabezan la vanguardia del cortejo:
el anciano sabio y decrépito,
el joven insolente, el calvo,
el serio, el gracioso,
el Mesías mal avenido, el interino
y el de los pelos largos. Detrás,
la mirada caída del residente
tras treinta y dos horas de clausura
y tres unidades de café intravenoso.
Al final, rozando el suelo con los ojos, languidece,
fiel lacayo, ese atónito estudiante de tercero
(esa lapa preguntona
que el jefe de servicio adjudicó, a su pesar, al gracioso
para canalizar sus bromas de mal gusto)
que mira detrás de los ojos del anciano
buscando, Tántalo iluso y suplicante,
la virtud en los libros y en la cabecera del paciente.

Silencio en la dieciocho.
La puerta abierta. No falta el crujido
que rompa el hielo:
                                «¿Qué, abuelo,
cómo estamos esta noche?».
Clamor de silencio. Parcialmente
oculta por las sábanas,
asoma la cabeza de don Saturnino,
Catedrático Etceterísimo de Derecho
Civil y Mercantil, también Romano,
endecáglota consumado,
amante de las palomas y de la obra de Góngora,
hombre que bien, más que abuelo, también padre,
hermano de hermanos y del prójimo como a él mismo,
y ministro de justicia en su fuero interno;
                                                                   ahora
tan sólo un número postrado
cifra a cifra sobre el lecho pálido,
sólo una momia, un reflejo sucio,
un bsoquejo diabólico de cualquier tiempo pasado.

La orden es tajante, esclava:
conservando el indómito rictus
de adjunto a las tres de la mañana,
el viejo enuncia al viento ensimismado
de ese olor que sólo tiene la dieciocho:
«salbutamol, doscientos». Y, ufanos,
emergen todos como de la platónica cueva
a la maleza del pasillo
donde retorna la olvidada luz
en busca de otro timbre quejumbroso
al que aplicar el protocolo.

Las tres y veinticinco. Sobre la ventana,
la luna entreabierta salta en las estrellas
mientras ni el calvo ni el de los pelos largos
estaban allí para contarlo. Silencio
en la dieciocho.
Se movieron las sombras. Entre toses y gruñidos
de la cama moribunda,
más allá de la inundación de sibilancias
una escasa silueta cabalgó
por la ribera de la sombra del gotero.
E incorporando brevemente la columna,
timbre en mano (por si fuera
preciso apaciguar a los fantasmas)
se apresuró a encender una pequeña luz
al pie del monitor del electrocardiograma.

Nadie en la ventana.
Nadie en el armario.
Nadie en el reborde luminoso de la oscura
puerta de la dieciocho.
Súbitamente, un impulso retiniano
le dirige hacia ese pequeño asiento
donde los buenos médicos hablaban a los hombres
según antiguas leyendas.
                                          Una sombra
deshecha en pertinaz nerviosismo
asoma la mirada sobre la mirada azul
de don Saturnino.

                             «No, por favor,
no llame a la enfermera ni a mi adjunto»,
tragó saliva. El estudiante respiró
como último aliento del emplazado
y musitó:
                 «¿Cómo se encuentra, don Saturnino?»,
huyendo en un ovillo de lágrimas
hacia la costa oeste del armario
donde la luna mencionó la sombra.

Silencio en la dieciocho. La pequeña luz
iluminó una mirada arcaica,
de abuelo recordado,
de padre anterior,
de la vida lejos de las baldosas blancas
que apedreaban sus memorias latido a latido.
Y aquel
que estudiara Leyes en los años sin ley
de los hombres grises,
cuando para el neófito galeno
ver un paciente era un don mariano
motivo de ofrenda a San Lucas Evangelista,
patrón de los médicos y de otros carniceros)
mirando al ovillo de estudiante yaciente en el suelo
sonrió con la mirada, y resopló
con voz pulmonar obstructiva crónica:

Tantos años,
tantos libros,
tantos galones,
                           ¿de qué sirvieron?

En el libro que engulles, hijo,
escribe mi nombre
y recuérdame
aunque tus manos permanezcan
cuando mis ojos ya no miren esta tierra.
Mírame. Soy el de la dieciocho. Hablo. Tengo
voz, mirada, sentimientos. ¿Ves acaso
ojos de número, voz de número, manos
de número, corazón de número?
No tengas miedo. Tú no eres como ellos.
Tú no has mirado al número, sino a la llama
que, aunque se esté apagando para siempre,
refleja en tus manos y en tus palabras.

Ven conmigo
y te enseñaré lo que ningún libro
da a los médicos de las leyendas y los cuadros
y, aunque no sé fisiología alguna, ni cirugía,
despertarás mis ojos para aprender humanidad.»

Tosió. Aquel fragmento aniñado de estudiante
elevó sus lágrimas al cielo. Silencio
en la dieciocho. Se levantó, ayudado
por la fuerza imaginaria del convalenciente.
Y acercó sus manos a las suyas.
                                                     Y hablaron
de la vida y de la muerte,
de las salud, de la enfermedad,
también de los estertores crepitantes
y de eso del salbutamol. Tocó su piel delicadamente,
palpando y percutiendo cada región torácica
con la sutileza del roce de los campos de trigo
sobre las láminas de brisa veraniega
para después escuchar un mensaje de angustia,
de desesperanza, de fin de los tiempos,
que acucia su corazón y sus pulmones.
Más que nunca, silencio en la dieciocho.
Tosa. Diga treinta y tres, no es ninguna
broma. Grite. Suspire. Llore. Muera poco a poco.

Cuando la última palabra fue dicha
liberada de la cárcel de un bolígrafo BiC
sin mensajes farmacéuticos,
el estudiante miró al Maestro,
lo abrazó con la mirada, con una
pequeña caricia oculta, invisible,
y salió del cuarto, agradecido,
asustado, feliz, avergonzado.
                                                Las siete
y diez. Silencio en la dieciocho. Esta mañana,
los hábitos volverán a sus dueños deshumanizados
y las señales de la enfermedad apagarán sin tregua
los últimos pasos de don Saturnino,
la llama que mostró por vez primera y única,
la única esperanza albergada por otros enfermo.
Murió solo. Recogerán los trozos. Firmarán,
será otro más, ignorado por la historia.
¿Es un éxito? De este modo, cuando los invictos albinos
lleguen en pomposa comitiva una vez más y en orden,
habrá un gran silencio en la dieciocho,
nadie estará allí para interrumpirles.

En el metro, 29 de junio de 2013, 20:14

viernes, 21 de junio de 2013

Le tombeau de Beethoven

Mediodía en la ciudad
(es decir, sobre las seis de la mañana,
hora española).
                          Diremos —aproximadamente—
que habrá unas seiscientas veinticinco personas humanas en Kärtnerstrasse,
una sombra y siete
ausencias,
improvisados peregrinos
en busca del saber y de la música
detrás de los Templarios y los Austrias
y del último souvenir de la princesita.

Para llegar hasta el sepulcro del maestro
es preciso andar mucho,
girar a la derecha en la penúltima cruz,
cerrar los ojos un momento
para escuchar a Schiller
y abrazar la piedra con la música.

Sí. Aquí yace el viejo Ludwig
en su túmulo gris y decadente
rodeado de flores secas y aromas a tierra
llenos de muerte,
polvo y humilación sin entredichos.

Aquí
se despidieron las sombras,
el agua y el alcohol de unos ojos tristes
y lejanos
que lloran dignidad y fundamento.

Aquí
se puso de acuerdo un diez por ciento de la población de esta fría ciudad
no sin antes permitir la deshonra,
el olvido, la traición sin argumentos,
el triunfo de la idiocia,
el mar recuerdo que traspasó los años.

Aquí
lleva doscientos años esta maldita lápida
en la que nunca hay nada escrito,
tan sólo un frémito,
ni siquiera música,
mastaba sorda únicamente acompañada
del sol azul que luce sobre los negros arcos
y los corindones del tranvía
que va desde la catedral hasta la muerte.

Y yo, paladín del silencio,
deposito un ramo etéreo bajo el aire viciado
de ajenjo y piedra muerta
sobre la tierra fría que ensordece
la profunda mirada de la angustia,
y lloro una soledad que es tuya y mía,
y miro con ojos quejumbrosos al abismo.

Viena, 21 de junio de 2013
(terminado el 26 de diciembre de 2015)

martes, 18 de junio de 2013

Los últimos días

 Sólo el amor, y no la razón, produce buenos pensamientos.

Thomas Mann, La montaña mágica
 

Vacío recóndito, escondido en la
mirada de un sueño.
Ritenuto
F. de Goya, "El sueño de la razón produce monstruos" (1799) 

Brotan miradas, pámpanos, sospechas,
desiertos pasajeros envueltos
en azules polvorientos.

Nada es,
nada está donde quedaba. Tan solo
el aroma inquietante de las orquídeas
al borde de la ventana
donde miran las manadas de himenópteros
el ciclo vital de los parásitos.

Ven.
        Enséñame
la memoria de las palabras,
el último aliento de montaña que intuyó el sueño
nada brillante de aquel invierno.

No ha lugar
la incorrupción de los designios incorrectos
que desvelan, pútridos, certeros,
el tiempo entre papeles
cubiertos por cristal de mineral de cuerpos
caídos en nombre de la ciencia.

Sólo busco
una mirada que ponga fin a mi eterno
poema incoercible,
que exclame
tangible, cierta, veraz, indómita,
"estoy aquí",
                      y estén
los ojos que reverberan desde el fuego del pasado
hasta el viento del futuro,
y paras
en mi presente,
que es mío y nuestro,
que no es mío,
que es penumbra amable de nueva resistencia
plagada de viernes.

Ven aquí
y termina tu poesía.
Después, vivamos.

Leganés (Madrid), 18 de junio de 2013, 00:25

viernes, 14 de junio de 2013

Noches tristes


«¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso.»

José de Cadalso, Las noches lúgubres



Si me quedara
una sola gota de poesía en los labios tristes
cuarteados por el paso del invierno,
te enseñaría
un reino de tiempos incorruptos
un albor evocado inquieto
deseado
florido.

Si me quedaran palabras
en el recuerdo de la
transitoria pero mortal
infamia,
te llevaría, nueva,
recreada, hacia caminos de luz,
hacia los ojos del desierto
tus ojos.

Si me quedaran hojas
en el cuaderno compungido de esta vida
que pasa fortuita y miserable
entre cristales de incomprensión
y sombras de castigo,
te enseñaría las páginas que otros poetas escribieron
la mañana de martes después de la masacre.
 
Quisiera enseñarte
la vida más allá de estas palabras,
los soles más adentro del misterio
después de los abismos.

Nos veremos
en la angustia consternada,
traspasada la tormenta,
donde habitan las nubes
de incienso,
donde vive una trémula sonrisa
que se dejó alguien en las eras primigenias
del sueño de libertad, de la canción liberada.

Los sueños
son eso que se escapa
sórdidamente entre los truenos de febrero
y
vuelven ahora
recordando las últimas tristezas
que miraron al cruel, indómito pretérito,
desafiando con eterno retorno
el aire confiado al reposo del aliento.

Mas
si no quedaran
palabras
tristes
           para
seguir,
la incógnita del verso seguiría su camino
sin miradas escocesas revertidas,
pervertidas
por la aurora triste que emana de las aspas
del baúl sin dueño de la muerte
en las persianas venecianas.

No sé lo que he dicho, pero (creo
que iba diciendo)
                        que
si no quedaran palabras
tristes
para seguir sufriendo,
quizás fuera algo conveniente mirar atrás,
pero más atrás, más aún,
donde la epopeya de la virtud constelada en suburbios de poesía
nos recuerda el último hálito de luz nacarada en el invierno no tan impertinente
que sueña los lazos de reencuentro fortuitos en las noches de Madrid
acogidas al calor de los espíritus indolentes del pretérito perfecto
compuesto,
auxiliar,
predicado,
conjuntivo,
yuxtapuesto,
que concedió en sórdido y aliterado epitafio
el reino de los cielos
que mereces, mi amor incoercible,
mi última invitación a la esperanza.

Te espero
entre las hojas incesantes
de las sábanas de azur y fantasía
cotejadas
con la mirada alumbrada, virtual,
de tu presencia,
última llama en el delirio de la medianoche.
Y exclamo en silencio
tu nombre al cielo que se esconde
bajo el techo de ladrillo.
Evocada palabra.
Son dos lágrimas, desaire
y fatalidad. Duermo
incoherente,
desconfiado,
yermo,
y dicen:
               "Las mataremos a sueños",
pero incrédulo
abro los ojos
y no hay nada.
Parasomnia.

Tan sólo
una última palabra que se escapa
impulsivamente de unos labios de poeta mal avenido,
y
   es
que, cuando todas las noches te den la espalda,
infortunio desolado del presente atroz y vulnerable,
cuando no tengas ganas de mirar atrás ni adelante,
sólo mortal y paralítica, en deshonra y paroxismo construida,
cuando nada queda y todo pasa
ven conmigo,
pues aquí te esperaré
cada noche
para romper, duelo a espada, sin complejos los fantasmas
que repudian la onírica presencia,
con la única evocación de tu recuerdo
podemos mover el viento,
devolver la vida a los recuerdos favorables,
volver al siempre amado prólogo
y capítulo primero,
añorados,
como los buenos sueños,
pues perduran en la eternidad adelantada
de la épica grandeza del recuerdo
cuando te miro
y el sueño de primavera retorna a sus estancias.

Leganés (Madrid), 14 de junio de 2013
02:26

lunes, 10 de junio de 2013

Irreparabile

A D. Francisco de Quevedo

 
La vida
es eso que se agota,
gota a gota,
verso a verso,
converso,
a media luz sobre las gafas del mundo
que miran al detalle
el sufrimiento.