jueves, 23 de mayo de 2013

Olvidado


    Paró el sol en la tierra del reloj un mínimo instante. Contenido en la brillante sombra del devenir de la Naturaleza, cedió su alma profética al sustentáculo desalmado del brillo triste de sus ojos.

    Nadie le había visto llegar, sumido en la última misericordia de una efigie trastocada, que nadie miró, que nadie honró. Murmuraron. Hablaron. Gritaron. Escupieron sobre él. Omiso, extendió la agonía persistente en el resplandor penúltimo del albedo perihélico. Esperó una respuesta, tal vez ya asumida ausente y rencorosa. Y aguardó hasta que el último grano de cristal – que exhaló aquel sumiso polvo de vidrio constelado de ráfagas de piedra en que la parca desdicha había transmutado el grito del lamento en sepulcro de silencio post-lorquiano – hubo caído, palabra por palabra, en el lecho irreductible del templo todavía por consumar. Fue en la columna sur, de espaldas a la noche.

    Permaneció entre los albores retornados de las columnas un tiempo, a semejanza de los hijos del inmemorial desierto que le vieron suceder. Fueron horas duras para el recuerdo. Estoicismo, sin vanidad encubierta subyacente a la atónita mirada de las ausencias robadas. Solivió la mirada quebrada, timbre bifásico de media luna desestructurada, ante el pesar de cómo huían de su destino peregrino los espíritus que conformaban las islas de su reino.

    En medio de la frialdad onomatopéyica que ocultan las águilas de la dimensión izquierda, se pertrecha un lugar para el miedo en las arenas solitarias. La voluntad disneica, el sueño cabizbajo integrado en el ensueño de una primera noche sin descanso, la sombra gris del atardecer perdido en el insomnio fulminante del sinsentido de la vida. Queda la angustia sobre el cuerpo perdido.

    Encontró en las tierras altas de las ideas sublimes e incólumes su vocación de eterna penumbra. Renegó de los ecos de la vida. Fue en la columna sur, de espaldas a la noche, donde vislumbró en sus ya maltrechos ojos de iniciado en los instintos de la muerte el lejano recuerdo – ¿acaso algo más podría ser? – de la artífice de todas las paradojas, sueños escondidos, algo velados tal vez, en las noches lujuriosas de otros septiembres. Ya no hay tiempo para la vida y los recuerdos. Dejó caer sus ideas al suelo de piedra, y sin entonar una sola palabra de culpabilidad cedió su esencia decadente al tabernáculo del otro lado. Se dejó acunar por los hilos anfractuosos que le fueron desvelados y ajustados, y elevó su silencio al cielo, y se lo llevaron las nubes.

    Más tarde, unos ojos silentes dejarían entrever la lluvia amarga de la contraparte. Ella le había esperado. Los turbios e inocentes desasosiegos habían llegado tarde. Nadie miró. En la pared pulida, desvencijada ahora, cuesta distinguir el trasfondo de una lágrima sincera entre los restos de los cristales de desprecio que otros habían construido para él. Sollozó, ahora sin sentido, sobre la inerte sombra que quedó al ser destruido por vez última el aroma gentil de la esperanza.

    Quedó una sombra plateada. Nadie la miraba. Fue objeto de escarnio y hoy quizás sólo es un mal recuerdo para los viandantes que visitan el templo, asumiendo el arquetipo pulsátil de la inocuidad del azulejo. Pero no hay plata sin secuela, ni corazón sin corazón. Son pocos quienes lo recuerdan, muchos los que siguen escupiendo en terribles auroras cubiertas de vanidad sin fundamento. «Aquí yace un desalmado», quedó por escribir en los designios de la tierra a la que fue negado. A nadie le importó. Pereció, y pudrió su carne siempre ausente en las cenizas que nunca hubieron de volver a resurgir. Imaginó una leyenda sin vestigio, solamente por exigir el único acto de onirismo que su triste vida podía soñar una vez cada cierto tiempo. Lo mató el tiempo. No hubo testigos. Fue en la columna sur, de espaldas a la noche.

23 de mayo de 2013, 01:45 h

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