domingo, 30 de junio de 2019

Banderas

Al fin de la llanura
donde se aclaran las jornadas de campiña,
las ventas, los arados y los yermos,
se esconden las casas derruidas,
el ruido silencioso de las lápidas,
las flores de treinta años
creciendo en las cunetas,
mirando con dolor pasar los coches.

¿Qué es Croacia? Un frenesí.
Milošević y Tuđman en el púlpito
intercambian sus heraldos y peones,
el furor yugoslavo y los dameros,
la estela tricolor en los obuses,
las canciones Ustaša
y las estrellas rojas.
                                     Y mientras,
Sarajevo,
la llama, el fuego eterno:
sus puentes de ceniza
dibujan el contorno de la angustia.
El mar de Hercegovina no se mueve
(¿qué mar?)
y los barcos suicidan
sus quillas al pie de la montaña.

Y un señor
se despierta una mañana en Albany, New York,
y no le sienta nada bien el té con leche
porque en la tele hablan de un sitio que se llama Vukovar
y mientras el paisano intenta pronunciar Sprska
mirando las pupilas de un viejo partisano
y juega a las siete diferencias
con las siete repúblicas,
descuelga su teléfono
this is the Oval Office
oiga, quíteme eso de la tele
y que si va la OTAN
y qué malos son todos, salvo todos
y las fotos de niños con cascos de la ONU
mientras llueven las bombas.
La torre de agujeros. Las pintadas.
Un llanto en violonchelo.
Mientras se matan estos,
aquéllos se relajan
y se fuman un puro:
le queman el bigote a otro ministro
mientras el tiralíneas
y la soledad cortante de la patria
arrollan las palabras y los gritos.

¿Y tú nos lo preguntas,
por qué llena el escombro nuestra tarde,
por qué al mirar al puerto
nos sigue salpicando la metralla?

Porque ponerle nombre a las banderas
no resucita muertos,
y porque los viajeros no olvidamos.


Rijeka (Republika Hrvatska),
30 de junio de 2019

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