Me olvidé de quererte.
Hay un yermo glacial en mi ignominia,
y hay escarcha en los párpados.
Abrazando la bruma y el silencio
quise ponerte nombre, y unos ojos
verdes y luminosos. Te olvidaste de mí.
Cada cual con su amor, y yo inventándome
las caricias que todas me negaron.
Nadie vendrá a buscarme,
nadie susurrara mi nombre en el profundo
invierno de mis tardes solitarias.
Me olvidé de querer. Ya sólo quiero
una mano sincera para andar el camino,
unos ojos bonitos que dibujen
sonrisas en la nieve.
Tan sólo una palabra, y la vida
sencilla que apacigüe el lamento
de mis viejos versos de juventud.
Y el reflejo voraz, hipnotizado,
que esgrimirá tu boca en mis dominios.
(Aún queda juventud en mi tediosa complacencia.)
Y ante el último tiento
de luz en la caterva de candiles
que refleja el cristal blanco en las tierra
me olvidé de sufrir
también.
Ya asumo que no existes
y paso las mañanas embozado en el eco
que las nubes deshojadas gruñen, toscas,
hiriéndose de frío. Si no existes
mi vida es la de siempre, templo estoico
y lúcido. La herencia de los astros
que escriben en el cielo lo que ha sido
y borran mis anhelos.
Así, si un día despierto
cogido de tu mano, y entre tus dedos
acaricias mi rostro en el invierno
templado sólo en ti, luz de mi vida...
Entonces fingiré que habré soñado
sonámbulo. Tan sólo hacia el final
descansaré seguro y creeré en ti.
Entonces bastará.
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